Como un experimento de antropología urbana, hace unos años realicé un recorrido por el barrio Flores Magón; había rentado un espacio para vivir provisionalmente en este barrio mientras buscaba otro con calma y propósitos más claros. Como un gran sitio arqueológico, entre ruinas, demoliciones, terrenos baldíos, callejones, las casas no se disputaban mi atención. Más de una vez, los vecinos me preguntaban si estaba perdida.
Mis itinerarios no eran los del turista ni el del vecino o vecina que sigue una rutina que no ha cambiado por años. Más de una vez, gente que conocía me preguntaba si estaba perdida. Me transformé en un personaje provisorio que se interesaba en historias personales sin importancia, en detalles insignificantes, caminaba con los ojos puestos en la extravagancia de la rotura, del desperfecto, de la posibilidad truncada.
Empujados por el calor y alentando la entrada de la brisa fresca, en este barrio los vecinos abren, de par en par, los postigos de las ventanas revelando al transeúnte ocasional, o al metódico, un pequeño museo. Originales despliegues de recuerdos y objetos se ofrecen como viejas enciclopedias, repertorios y colecciones de recuerditos y objetos sin valor económico, con valor personal y familiar que, en su conjunto, crean historias y ambientes que refieren a otras épocas. Desde la banqueta, empecé a fotografiar las salas que se abrían a la cocina y demás cuartos, alguna recámara. Un día, una señora me preguntó: ¿No quieres entrar? Las fotos te quedarán mejor si las tomas desde adentro. Entré y comenzamos a conversar, más bien la señora hablaba y mi pregunta eventual la ayudaba a retomar el hilo de un relato que tocaba temas diversos. Así, las casas empezaron a hablar. La impresión inicial de kitsch de la decoración dio lugar a la construcción de una biografía de mundos silenciosos. Los ambientes contaban una historia que el relato de las mujeres completaba. El encuentro se transformaba casi en una visita familiar. Fotografiaba sus intimidades: camas revueltas, ropa arrojada al descuido, agendas, baños, platos sucios, rastros de otras personas y tiempos, sus casas completaban las historias que ellas relataban, o relataban otras.
La conversación se repartía entre el relato de las señoras y mi silencioso registro, el del extranjero que le da valor a la ruina, imagina posibles historias, tapa huecos en el relato; entre los pedazos imagina las relaciones entre los objetos. Un experimento narrativo que tiene que ver con espacios concretos y abstractos, identidades de barrios y viviendas, ausencias, huellas, marcas, el tiempo.
Por la noche, repasaba las historias, revisaba a detalle las imágenes, intuía personajes ocultos, me extasiaba con probables fábulas de misterio. Me transformé en un personaje provisorio que se interesaba en detalles insignificantes, caminaba con los ojos puestos en la extravagancia de la rotura, del desperfecto, de la posibilidad truncada. Fue inevitable establecer conexiones entre objetos y pronunciamientos, entre imágenes y sonidos, entre argumentaciones y silencios.
Con el tiempo me fui convirtiendo en un personaje que imaginaba una película.